Lucas y Hugo llevaban dos años de noviazgo feliz y estable. Aunque eran muy diferentes, sus personalidades complementarias e intereses comunes los unieron desde el primer día.
Lucas era ingeniero informático de 27 años, llevaba gafas y tenía una barba abundante y poblada. Hugo era peluquero de 29 años, tan guapo que nunca tuvo problema en ligar con hombres y mujeres por igual. A pesar de su apariencia glamurosa, Hugo siempre fue un romanticón empedernido.
Cada día de su relación, Hugo se esforzaba en sorprender e ilusionar a Lucas con gestos cariñosos y detallitos que lo volvían loco. Cenas a la luz de las velas, paseos sorpresa bajo la lluvia, regalos absurdos que los hacían reír.
Lucas nunca fue tan dado a las celebraciones ostentosas, pero dejó que Hugo se descargara, encantado de ver la pasión con la que vivía cada momento a su lado. Su barba era testigo mudo de las muchas lágrimas de emoción y risa que habían caído sobre ella.
Un día, Hugo propuso a Lucas llevarlo a París, su ciudad favorita, para celebrar el segundo aniversario. Lucas no pudo evitar sonrojarse al escucharle, emocionado ante tanta entrega. Aceptó encantado, por supuesto.
En París, Hugo preparó una cena romántica en el restaurante más glamuroso que conocía, con velas, pétalos de rosa y vino caro. Al final, se arrodilló ante Lucas, declarándole su amor eterno entre sollozos y aplausos de los asistentes.
Lucas se arrodilló a su vez, sacando un anillo de compromiso. Entre risas y lágrimas, se prometieron amor y fidelidad, sellando su unión con un apasionado beso.
A pesar de sus diferencias, la barba de Lucas y la cuidada estética de Hugo, se complementaban a la perfección. Su amor había traspasado los estereotipos y los prejuicios, brillando con luz propia. Nada ni nadie podría eclipsar el vínculo que los unía.
Su relación era la prueba de que el amor verdadero no entiende de apariencias. Solo entendía del alma y el corazón.