Ana y Orlando eran una pareja de enamorados. Pasaban sus días paseando a orillas del río, cenando en el restaurante predilecto de Orlando y contemplando el atardecer desde la colina.Su amor era puro y dulce, lleno de pequeños detalles y gestos que los hacían sentirse especiales. Nunca les faltaban las risas ni las caricias cariñosas.Un día, Orlando invitó a Ana a ver el amanecer desde la colina. Ana aceptó encantada, emocionada de compartir aquel mágico momento con él.
Llegaron a la colina cuando el cielo aún estaba teñido de gris y frío. Se acomodaron entre la hierba fresca, abrazados. A medida que la luz se filtraba en el horizonte, las sombras se disiparon y el cielo se tiñó de rosa y naranja.
El sol salió poco a poco, bañándolos con sus cálidos rayos. Sus miradas conectaron, brillantes, y sonrieron embelesados. En aquel instante, se olvidaron de todo lo demás. Sólo existían ellos dos, sumergidos en la belleza de contemplarse mutuamente.
Nada más importaba. Ni el frío, ni los demás, ni el tiempo que pasaba. Solo estaban ellos en la colina, viendo nacer un nuevo día juntos. Su amor se hizo más puro y profundo, materializándose en cada mirada, susurro y caricia.
En silencio, sus labios se juntaron en un beso suave y tierno, rozando apenas. Se dejaron llevar por la magia del lugar, descubriendo el nuevo significado de sus palabras.El sol siguió asomando con timidez, iluminándoles, mientras en sus corazones brillaba algo mucho más hermoso. Su amor estaba vivo y crecía con cada instante, ardiente como el astro rey.
Cuando el cielo se tiñó por completo de luz, eran sonrisas felices y miradas enamoradas lo que predominaba.La colina se convirtió en el escenario mágico de un amor que trascendía el tiempo y el espacio. Nada volvería a ser igual después de aquel día. Su amor era joven, puro y eterno. Eterno como el sol, que nunca dejaría de brillar.